Mensaje P. Tony Salinas
lunes, 4 de marzo de 2013
“Hijo mío…” (Lc 15,11-32 – 4º Domingo de Cuaresma)
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Al Encuentro de la Palabra…en el Año de la Fe
“Hijo mío…” (Lc 15,11-32 – 4º Domingo de
Cuaresma)
Nos encontramos hoy
leyendo, en este camino hacia la Pascua, una parábola que es exclusiva de la
narración evangélica de Lucas, considerada como “la obra maestra de todas las
parábolas de Jesús”. A ella le preceden en el mismo capítulo las parábolas de la
oveja perdida (15,1-7) y la de la moneda perdida (15,8-10). Lo común de este
tríptico de parábolas es su dialéctica de “perdido”/ “encontrado”. El nombre tradicional
es “El hijo pródigo”. Esta parábola ha inspirado a toda clase de artistas:
pintores como Durero, Beham, Rembrandt, Bassano, van Honthorst; músicos como
Animuccia, Prokofiev, Britten; filósofos como Nietzsche.
En labios de Jesús, esta
parábola, quiere poner el acento esencialmente sobre el amor del padre; un amor
incondicional e ilimitado que no sólo acoge con la mayor solicitud al hijo que
retorna de sus extravíos, sino que, además, no consiente que la frialdad del
hijo fiel, del observante, obstaculice la manifestación de ese amor hacia el
hijo, que “estaba muerto y ha vuelto a la vida” (v.32). Ahora bien, parece que Lucas desea unirla por
igual a las dos parábolas precedentes, que culminan con la “alegría” de haber
encontrado lo perdido. Vemos pues que el tema es idéntico: lo que se celebra es
el hallazgo de lo que se había extrabiado. Y por igual, dentro del contexto del
capítulo, el objeto de la parábola es dar respuesta a las observaciones
críticas de los fariseos y de los doctores de la ley. La actitud del hijo mayor
caracteriza indudablemente la postura de esos personajes, y así quedan alegorizados
ciertos detalles, como “sin desobedecerte nunca una orden tuya” o “tantos años
que te sirvo”.
La parábola presenta al
padre como símbolo del amor del propio Dios. Un amor, una misericordia
incondicional, abierta, ilimitada, que no sólo se vuelca sobre el pecador
arrepentido –el hijo menor -, sino también sobre el crítico intransigente –el
hijo mayor -, que se obstina en su incomprensión. Al mismo tiempo, es una
espléndida caracterización del mensaje salvífico de Jesús, el gran predicador
del Reino. Ella profundiza en la psique humana y hace vibrar sus registros más
sensibles en la desgarrada confesión del hijo pequeño: “Padre, he pecado contra
el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo” (vv.19.21). El Cap. 15
de Lucas se cierra con la proclamación lapidaria de que por encima de todo,
incluso del pecado más inconcebible, está el amor y la comprensión del padre.
Dos elementos forman el
centro de la conducta del hijo, que dice al Padre: “Dame la parte de la fortuna
que me toca” (v.12), según las costumbres
ancestrales de la Palestina, el padre podía disponer de sus bienes de
dos maneras: haciendo testamento, que se cumpliría a la muerte del testador (Nm
36,7-9; 27,8-11), o por medio de una donación en vida, en beneficio de sus
hijos. Esta última modalidad, desaconsejada por Eclo 33,19-23, parece haber
sido práctica corriente. En cualquier caso, la herencia del primogénito, o la
donación en vida, tenía el equivalente al doble de lo correspondiente a los
demás hijos (cf. Lv 21,17).
Luego le dirá: “He pecado contra el cielo y contra ti” (v.18), la mención
del “cielo” sustituye al nombre de “Dios”; en la ofensa que ha hecho a su
padre, el hijo reconoce una dimensión más profunda: la ofensa al propio Dios.
Equivaldría a decir: “mi pecado es tan monstruoso, que alcanza hasta el cielo”.
“Ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Una vez otorgada la donación, el hijo no
tenía ningún derecho legal a la ayuda de su padre. Pero, derechos o no
derechos, la conciencia de la villanía de su comportamiento le afecta
psicológicamente, hasta el punto de reconocer que no merece la consideración de
hijo de tal padre.
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Esta mui bonita me ha refliexionado
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