Mensaje P. Tony Salinas

martes, 21 de octubre de 2014
Al Encuentro de la Palabra…
“Estos dos mandamientos…” (Mt 22,34-40 – XXX Domingo del Tiempo Ordinario).

            Hoy salimos al encuentro de una Palabra de Señor, que según san Mateo evalúa la realidad más íntima y externa del pueblo de Israel y de cada persona en singular. El evangelio asegura que no podemos refugiarnos en el amor de Dios en exclusiva. Este amor tiene otra cara: el prójimo. A Dios, a veces, no cuesta amar: no se le ve. Pero al prójimo sí es difícil amarlo; el prójimo nos necesita, nos molesta, nos inquieta; hasta podemos tener motivos razonables para no amarlo, porque es enemigo.
            En tiempos de Jesús no faltaban voces que reclamaban en primer lugar para el amor a Dios y al prójimo, sin embargo, dominaba la opinión de que el mandamiento más importante, que resumía la entera Ley, era la observancia del sábado. La determinación de mandamientos grandes y pequeños no significaba, sin embargo, que unos fueran menos obligatorios que otros: todos tenían la misma importancia. Se contaban en la Ley 613 mandamientos; de ellos, 365 negativos y 248 positivos.
            Con Dt 6,5, en el primer mandamiento enuncia Jesús tres aspectos del hombre, pero sustituyendo “con todas tus fuerzas” por “con toda tu mente”, palabra que, en hebreo, sería sinónima de “corazón”. El “corazón” indica en el mundo bíblico, toda la interioridad del hombre, y la “mente”, el aspecto racional de esa interioridad, participan en la adhesión a Dios que se llama “amor”. El “alma” (psukê) es la fuerza vital; con toda ella ha de orientarse el hombre hacia Dios, pues el amor no es mero sentimiento, sino dirección de vida. Ser el mandamiento primero significa que es el que da sentido a todo lo demás. Unido a este mandamiento, está el de Lv 19,18, los dos son inseparables: quien da su adhesión a Dios ha de conformar su conducta a la conducta de Dios, el gran bienhechor del hombre.
            En la respuesta de Jesús al doctor de la Ley, resuena dos veces el verbo agapán, “amar”, cuyo sustantivo ágape, “amor” ha entrado ya inclusive en el lenguaje común cristiano. Se trata, pues, de un tema fundamental que el mismo Jesús nos presenta hoy como el alma de la cual dependen “toda la Ley y los Profetas”, más aún, según la expresión griega original, de la cual “está suspendida” toda la Biblia.
            Así que el amor es el resumen de toda Ley, agregando además, que el amor por el prójimo debe ser recíproco: “Amaos los unos a los otros” (Jn 13,34; 15,12.17). Pablo también repite en la Carta a los Romanos: “Amaos los unos a los otros con afecto fraterno” (12,10). El amor es enriquecimiento mutuo, es contemporáneamente dar y recibir, es un perder sólo aparente porque en realidad se obtiene más de lo que se da. En el amor no hay superioridad, sino igualdad.
            Los dos planos del amor divino y del amor humano se entrelazan convirtiéndose en una grandiosa y luminosa cruz que está plantada en la tierra, tiene el vértice en el cielo y tiene los brazos que acogen al mundo entero. Lo dice de modo clarísimo san Juan en su Primera carta: “Si uno dijera: Yo amo a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso. En efecto, el que no ama a su propio hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Éste es el mandamiento que hemos oído de Él: el que ama a Dios, ame también a su hermano”.
           

            

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