El tema de la Palabra de Dios de
este domingo, es el amor, al igual que el domingo pasado. El amor, es un tema
que recurre “por oleadas” – como acostumbran a decir los estudiosos del
evangelio de Juan. El verbo “amar” en san Juan aparece en todo el evangelio 18
veces, la mayoría en los capítulos 13-21. En cambio el adjetivo “amar” sólo
está en 6 textos. Podemos ver pues, que es un tema que no sólo gustó al
evangelista, sino que es un tema de profundidad teológica y espiritual para su
comunidad, que pretende seguir a Jesús. El amor del que el evangelista habla,
es objeto de un precepto, de un mandamiento (entole): “Si observáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor… Este es mandamiento, que os améis unos
a otros… Esto os mando: amaos los unos a los otros”. Amar y obedecer son
recíprocamente dependientes por el amor sugerido, más aún, “mandado” por Jesús
no es genérico sentimiento o espontaneidad inmediata sino empeño sólido y
radical. Jesús quiere realmente que se supere el contraste entre la ley y el
amor, porque la ley que Él propone no es una fría norma por observar bajo la
amenaza de la sanción, sino que es la propuesta de un empeño total de vida. En
realidad una religión que se rige sobre la pura ley es, en conclusión, menos
exigente de la que apela al amor como su única ley. En efecto, el verdadero
amor es totalitario, “todo lo cree, todo
lo espera, todo lo soporta y no termina nunca” (1Cor 13,7-8).
Al celebrar hoy en nuestro país el
día de la Madre, el tema del amor es más que recurrente, encaja de manera
providencial ya que ella es sin lugar a duda, un modelo y una expresión viva
del amor de Dios, tal como lo entona su propio himno. Y ese amor de madre, es
también espiritual, ya que tiene su fuente en Dios: “Como el Padre me ha amado así yo os he amado”. El punto de partida
absoluto de todo amor es el de Dios “que
ama primero”. Pues bien, del amor de Dios que se caracteriza por ser
infinito se desprende el que la meta también sea infinita, es decir, el nivel
de nuestro amor debe tener como medida la propuesta por el amor de Cristo: “Amaos el uno al otro como yo os he amado”.
Y sabemos que Jesús amó “hasta el extremo”
(Jn 13,1), fue una entrega sin reservas ni límites, dispuesta a borrar toda
forma de egoísmo, dirigida hacia esa cima “más elevada” que es el “dar la vida por los amigos”. Es entonces
a partir de este amor de Jesús, que resulta más fácil entender el sentido del
mandamiento nuevo del amor. El amor del creyente no es original: viene de
Jesús. Pero, a fin de que el amor de Jesús alcance su objetivo (es decir los
hermanos), el creyente ha de acoger primero el amor que Jesús le ofrece. Este
es el primer paso y es fundamental: si no se acoge el amor de Jesús o se puede
amar a los hermanos con el mismo amor con que Jesús ama (cf. 1Jn 3,16).
El amor de Jesús no aparece pues
como una mera ejemplaridad para el creyente, va más allá. El amor de Jesús debe
ser acogido y, entonces, engendra don, engendra amor, da vida. Es, por tanto,
la aceptación de la donación de Jesús (del amor de Jesús) lo que capacita al
creyente para la propia donación a los demás: “en esto hemos conocido el amor: en que aquél dio la vida por nosotros;
también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3,16). Esto nos
lleva a tres conclusiones: el Padre es el origen del amor de Jesús, y el amor
al hermano tiene precisamente su fuente en el amor que Jesús tiene a los
hombres. Es como una cadena: el Padre ama al Hijo y se lo da todo; el Hijo a
ama a los hombres y les da todo lo que es (la vida). Y por último, si el
creyente ha acogido el don de Jesús entonces puede dar su propia vida como don
recibido.
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