“La tarde de aquel mismo día…” (Jn 20,19-31 – II Domingo de Pascua)
Bienvenidos apreciados
lectores y lectoras, después de la Semana Santa. Deseo ofrecerles a todos, unas
¡Felices Pascuas de Resurrección! La solemne liturgia pascual se prolonga
durante siete semanas con otros tantos domingos pascuales. Construidos
principalmente sobre algunos retratos de la Iglesia de Cristo resucitado. Y uno
de esos retratos nos viene presentado en este segundo domingo, después de la
resurrección, que trata sobre la fe en el Señor vuelto a la vida. Ante la
proclamación: “¡Hemos visto al Señor!”, muchos podrían creer pero en parte, ya
que no lo habían visto personalmente. Ese creer, aparece entonces como una conquista
fatigosa y a veces desgarradora.
Este relato inicia con los
datos cronológicos: era el mismo día y la escena tiene lugar cuando termina el
día opsía (Los romanos dividían la
noche en cuatro vigilias de tres horas: 18 a 21 opsía = atardecer; de 21 a 24 mesonyktion
= medianoche; de 24 a 3 alektorophonía
= canto del gallo; de 3 a 6 proi =
madrugada). La oscuridad es el ambiente en el que se mueven los que carecen de
fe. Y el texto agrega además, que a pesar de haber recibido el anuncio de María
Magdalena, los discípulos se han encerrado con llave “por temor a los judíos”,
en sentido de “las autoridades religiosas”. En el fondo ese temor, es signo
incluso de su incredulidad, y por ende sienten miedo a la agresión o
persecución por el nombre del Resucitado. Pero para superarles el miedo fruto
de la incredulidad, viene a su encuentro el propio Jesús y sus primeras
palabras para ellos son “¡Paz a ustedes”! Saludo común entre judíos: “Shalom lakem”. En boca de Jesús el
término “Paz” no es un simple saludo convencional, porque Él les dijo a sus
discípulos que les otorgaba la paz que no es de este mundo (Jn 14,27), por lo
tanto, este término viene cargado del don de la paz escatológica. Con la
muestra de sus heridas, el resucitado quiere mostrarles que es el mismo que
estuvo en la cruz, pero diferente porque entró incluso con las puertas
cerradas. El reconocimiento les provocó inmensa alegría a los discípulos,
cumpliéndose así lo que Él había
anunciado, que cuando lo volvieran a verlo tendrían una alegría que nadie les
podría quitar (16,22). La alegría completa (15,11), junto con la paz (v.19),
pertenecen a los bienes esperados para la escatología. Con la visión del Cristo
resucitado, los discípulos comienzan a gozar de esa felicidad. Jesús se dirige
a Tomás y le ofrece las manos y el costado para que haga la constatación
exigida como condición para creer. El cuerpo del resucitado es real, y conserva
los signos de su crucifixión: no es un fantasma ni es otro que lo ha
sustituido. La invitación concluye con un reproche en forma de imperativo en el
que se oponen dos términos parecidos: “No seas no-creyente (ápistos) sino creyente (pistós)”. Luego Tomás exclamará: “Señor
mío y Dios mío”. Cómo dirá santo Tomás de Aquino: “Vio una cosa, pero creyó en
otra. Vio al hombre y las cicatrices, y de ahí creyó en la divinidad del
resucitado”. Esta fórmula se usaba hacia fines del siglo I, cuando los súbditos
se dirigían al emperador Domiciano, él se hacía llamar con estos títulos, y los
cristianos lo aplicaron a Jesús desde los primeros tiempos. Jesús, durante la
cena, dice a los discípulos que este es el título con que ellos lo llaman
(13,13). En cambio el título “Dios”, aplicado a Jesucristo, es una novedad de
los evangelios. En los evangelios sinópticos no se le da nunca este nombre y en
el comienzo del “Prólogo” del evangelio de Juan (1,1) se escribe sin artículo,
estableciendo de esta manera una diferencia con “ho theós” (el Dios), el Padre, nombrado en el mismo contexto. Jesús
no es el Padre, pero es lo que es el Padre.
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