Mensaje P. Tony Salinas

lunes, 29 de abril de 2013

Al Encuentro de la Palabra…en el Año de la Fe
“Les he dicho estas cosas…” (Juan 14,23-29 – VI Domingo de Pascua)

            El tiempo de la Pascua, no deja de ser un recorrer el camino que hace el mismo Señor Resucitado, en las realidades temporales de su Iglesia. Así lo ha presentado la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, en 15,1-2.22-29, y en el pasaje evangélico que, como siempre, en este período pascual está tomado de los discursos de Jesús en la última noche de la vida terrena en el cenáculo. La comunidad de los creyentes está ligada profundamente por dos grandes valores, los del amor y los de la fe. La raíz de estos dones es exquisitamente trinitaria. En efecto, la caridad nace y se alimenta por la presencia del Padre y del Hijo en el corazón de los fieles. La fe, en cambio, es sostenida sobre todo por el Espíritu Santo, cuya función es precisamente la de “enseñar” y “recordar” todo el mensaje de Jesús. Pero no olvidemos que, en el lenguaje de Juan el “recordar” es un verbo con un sentido técnico; está indicando la interpretación profunda de la Palabra de Jesús a la luz de la Pascua.
            Hay un estilo de vida cristiana que indica si creemos de verdad en la resurrección. En el amor se resume todo el espíritu de la fe. Pero el amor tiene que manifestarse en obras, como hemos venido viendo, ama el que guarda en la vida ordinaria la Palabra de Dios, sirviendo a los demás hasta entregar la vida. Pero esta vida pascual, además, exige la docilidad al Espíritu, que nos da la sabiduría del conocimiento de Dios y el discernimiento del sentido de los acontecimientos. Es decir, que el amor se ve comprendido desde la realidad del espíritu, como una capacidad de vencer aún lo más difícil: las propias convicciones. Superando el estrecho límite de los propios puntos de vista conseguiremos  ensanchar  el horizonte de nuestra visión. Es el camino de la fe, que consiste en renunciar a nuestra visión inmediata y empalmar así con el horizonte de Dios.
            El Espíritu nos hace, pues, comprender todas las dimensiones, nos hace descubrir toda la fuerza y la eficacia de las palabras evangélicas. Este pasaje de Juan nos ofrece, entonces, el retrato de una Iglesia que está ligada “verticalmente” a Dios en la fe y “horizontalmente” a los hermanos en el amor. Pero en el nudo de estos dos hilos está siempre Dios, con su presencia en Cristo y en el Espíritu.
            Toda esta enseñanza que nos presenta el Evangelio de hoy, se cierra ya no con el saludo de la paz, habitual en los discursos de despedida (Cf. 1Sm 1,17; 20,42; 29,7…), sino que Jesús se despidió con el don de la paz. La promesa de paz significa ya en la tradición sinóptica más que un buen deseo. “Paz” es la salvación escatológica, que se brinda y otorga a los hombres con la venida de Jesús. Si la paz es enfáticamente el don de Jesús después de su resurrección, no puede tener otro significado. Jesús da a los discípulos su paz no especialmente para el tiempo de su pasión, sino para todo el tiempo que sigue, en que aún tendrán externamente otras tribulaciones. Las fórmulas de presente que se usan indican que la paz es el don duradero, del cual nunca debemos de dudar. Es “su” paz, la que Él les deja: Él la da y por Él se determina la índole de la paz. La paz de Cristo abraza a los discípulos antes que sus realizaciones espirituales de todo tipo, para las cuales también los capacita, abarcando el ancho campo de su vida, su amor y su alegría. La paz no la da el mundo. Nada indica que Juan esté pensando en la pax romana o cualquier otro tipo de paz que el mundo pretendiera dar; para Él el mundo no es un campo cerrado a la paz de Cristo.  Por eso, todos los que acogemos con viva fe y amor el mensaje de su resurrección, aceptamos vivir en su paz y constructores de ella a lo la largo de toda la vida.

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