Mensaje P. Tony Salinas

jueves, 5 de enero de 2017

Para las Iglesias de Oriente, la fiesta de la Epifanía es la verdadera celebración de la Navidad, porque evidencia ciertamente la “manifestación” (en griego epifaneia) de Cristo en la carne del hombre.
Si esto es así, el viaje de los Magos guiados por la estrella, en búsqueda del Niño-Dios, se convierte, así, en el emblema de la vida cristiana entendida como desapego, seguimiento y búsqueda del Rey que ha nacido para salvarnos. Tenemos que llegar a encontrarlo y verlo, con su madre María. En los Magos de Oriente hay un elemento de sabiduría sorprendente, abandonando su tierra y emprendiendo un largo viaje, van tras aquello que estaban esperando encontrar, la cúspide de todos sus estudios, investigaciones y hasta por qué no decir, también de sus más profundas aspiraciones, por lo que valía la pena el más grande sacrificio. En cambio, quien de nosotros se ha instalado demasiado en la ciudad, en su pueblo, no sentirá necesidad de Belén; más aún, tanto Belén, como Nazaret, le parecerán un pueblo insignificante “del cual no puede salir nada bueno”.
Pero en el relato de los Magos se evidencian a esos muchos corazones que se mueven, que se hacen peregrinos en búsqueda de la verdad. Y, no hablamos de unos cuantos, son legiones que en este mundo andan en su búsqueda. La salvación se hace entonces universal. Dios ha salido a buscar a todos los hombre y mujeres de este mundo; por todos se ha hecho pequeño y busca incansablemente que todos le puedan encontrar, como lo encontraron los Magos. Sobre todos coloca su estrella para que nadie pueda errar el camino. La salvación no conoce fronteras políticas y culturales, todos la pueden acoger. Y a Cristo, por caminos inéditos y a menudo misteriosos, llegan multitudes de cristianos “anónimos” que lo buscan y lo confiesan, quizás sin pronunciar su nombre. Ellos llevan de Madián, de Efá y de Saba su oro y su incienso, es decir, su justicia y su amor.
En los tres personajes de Oriente, pequeña procesión de búsqueda, se ve la Iglesia en su gran procesión hacia la meta: “multitud inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9). La procesión hecha viaje tiene una meta alcanzada. Es significativo la escena final de la narración de Mateo: los Magos son presentados como auténticos creyentes, que caen “postrados en adoración”. Dios se hace encontrar por quien lo busca con sincero corazón; el itinerario no es como el de las caravanas que se pierden en el desierto, sino que conoce la meta. Después de haber pasado incluso por el “valle de la muerte”, el que busca a Dios sale victorioso y se ve ya sostenido por el techo que Dios le ha preparado: “ante mí tú preparas una mesa… Porque tú estás conmigo” (Sal 23).
Comprendemos entonces, que la fiesta de la Epifanía es más que una fiesta de Reyes Magos y regalos, es la fiesta de la vocación cristiana, incansable e insaciable de buscar la verdad que sólo está en ese lugar que la estrella hoy todavía nos indica. Hay que salir y dejarlo todo para llegar hasta allí. Jesús manifestado para todos, está siempre allí, nos espera y nos sonríe con la ternura de un Niño en la compañía de su Madre. Bendita fiesta que nos recuerda la necesidad de seguir siempre esa estrella que es el símbolo de la luz que a nadie deberá falta, en la oscura realidad de muchas inteligencias de nuestra realidad actual.

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