Mensaje P. Tony Salinas

miércoles, 16 de mayo de 2012



            Hermanos nos acercamos todos a la fiesta de la Pascua de este año, y el relato evangélico de este domingo, nos presenta a Jesús que aunque ha tomado la decisión de afrontar la hora de su pasión, siente esta gran angustia frente a la muerte. En el relato de Juan no ruega que le sea alejada dicha hora: “Ahora mi alma está turbada; y ¿qué diré? ¿Padre sálvame de esta hora? ¡Pero, para esto he llegada a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,27-28). En Marcos, como en los otros sinópticos, la escena es más dramática y el lenguaje más áspero: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti ¡Aleja de mí este cáliz! Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14,36; Mt 26,39; Lc 22,42). Jesús se turba (en griego “tarasso”), como se había turbado (“tarasso”) delante la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33) y como se turbará (“tarasso”) ante el anuncio de la traición de uno de sus discípulos (Jn 13,21). Con tal expresión Juan, nos quiere hacer comprender en estos días de alto sentido cristológico, que Jesús ve venir la muerte, pero no la mira desde una perspectiva de monstro devorador. Su turbación le hace comprender que está por entrar en una hora de oscuridad, de tinieblas, como el misterio de un parto, que ciertamente le hará sufrir, pero que le llevará a dar mucho fruto, mucha fecundidad. Esta es la luz, con la cual Cristo turbado, contempla el misterio de su cruz: “El que ama su vida la pierde y el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna”. De ahí que se apegue por igual a la imagen de la semilla que cae en tierra. El que se apega a la propia vida considerándola como una fría piedra preciosa que hay que conservar en el joyero del propio egoísmo, es una semilla encerrada en sí misma y estéril. Diferente es, en cambio, el destino de quien “odia su vida”- expresión muy fuerte del lenguaje semita para indicar la renuncia a sí mismo: la donación a los demás es creativa, se transforma en fuente de paz, de vida y de felicidad.
            Y de esta “turbación” y “angustia”, Jesús pasa como testimonian los evangelios plenamente, de la seguridad de su resurrección como de su muerte inminente. Que Dios no lo dejaría en la muerte, sino que lo sacaría de ella, debió de ser tan cierto para él, como estaba seguro de que Dios es su Padre. La imagen de la semilla encaja perfectamente con su pensamiento. En efecto, la semilla cae en la profunda oscuridad de la tierra: los comentadores de los primeros siglos cristianos veían aquí una alusión a la encarnación del Hijo de Dios en el horizonte tenebroso de la historia. En el terreno parece que la energía de la semilla esté condenada a apagarse; en efecto, la semilla se marchita y muerte. Sin embargo, he aquí la eterna sorpresa de la naturaleza: cuando a su debido tiempo madura se revela el secreto fecundo de esa muerte.
            Este domingo pues, el lenguaje es plenamente “pascual”, Jesús siente que tiene que pasar a través de la vía dolorosa y oscura de la muerte en cruz para conducir a la humanidad por el camino luminoso de la vida divina. Calvino, a este propósito escribió: “Nada habría sido alcanzado, si Jesucristo no hubiera sufrido más que la muerte corporal. Era necesario que llevara el rigor de la venganza de Dios en su alma… Por eso, se requirió que combatiera contra las fuerzas del infierno, y que luchara como cuerpo a cuerpo contra el horror de la muerte eterna”. Al fin Cristo, “combatiendo contra el poder del diablo, contra el horror de la muerte, contra los dolores del infierno, obtuvo la victoria y triunfó sobre ellos”.

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