Al Encuentro de la Palabra…
“Jesús instruía a sus discípulos…” (Mc 9,30-37 – XXV
Domingo del Tiempo Ordinario)
Estamos en la celebración
del mes de la Biblia, acercándonos a su día nacional, el último domingo de
septiembre, cuyo decreto por el poder legislativo cumplirá 25 años de
declaración, el próximo 22 de octubre de los corrientes, con el decreto 157-87,
colocando dentro de sus considerandos como el pueblo hondureño y
latinoamericano ha usado las Sagradas Escrituras como el instrumento que le ha
ayudado a arraigar más su creencia en Dios. Que bellas palabras las que los
Padres de la Patria pudieron acuñar para tan especial decreto. Y es que el
Evangelio de hoy inicia así: “Jesús instruía a sus discípulos”, esa ha sido la
función de la Biblia en estos más de 500 años de evangelización, instruir a sus
discípulos con los valores de su Reino. Hoy hay un tema de importancia capital.
Uno de los mayores peligros para la fe de los discípulos y testigos del Señor,
capaz de ponerla en el riesgo de desaparecer, es olvidar que delante de Dios
siempre se es pequeño, que es necesario hacerse como Aquel en quien se cree, y
cuya vida fue de total dependencia de Dios Padre. Este domingo, vemos como la
instrucción por parte de Jesús se enmarca en el tema del
“crecimiento-purificación” de la fe del discípulo. En esta ocasión se trata de
imitar su servicio al Reino, servicio que pasa por el camino de la cruz, pero
que expresa mejor que otro lo que es el centro de ese Reino de Dios: el amor,
la entrega, la generosidad máxima.
Para eso Jesús mismo ha
reunido a sus discípulos y comienza esa estupenda lección con palabras pero
también según el estilo de los profetas, con un gesto simbólico. Las palabras
son lapidarias: el verdadero primero en el reino de Dios es el último en el
reino de los hombres, el siervo, el despreciado. Según estas palabras la
Iglesia antigua, a partir de Policarpo, obispo de Esmirna, llamará a Cristo “el
siervo de todos”, aun siendo por excelencia “el Señor”. Y así pasa al acto simbólico: llama a uno de
esos niños que todavía hoy recorren desenfrenados las plazas y las calles de
los pueblos palestinos y lo abraza con ternura. Es un gesto un poco
sorprendente porque el niño no era muy estimado en el Antiguo Oriente; se lo
consideraba simplemente como un ser inmaduro, testarudo e irrazonable al que se
le debía aplicar sin duda el látigo (cf. Sirácida 30,1-3). El mensaje no se
coloca pues ante el candor, la inocencia de los niños, sino en su pequeñez,
sencillez, disponible fácilmente a la confianza, al abandono sin cálculos,
dobleces e intereses. El discípulo entra en el mundo pues con el orgullo que da
el poder, son el prestigio económico, con la fuerza de las armas sino con el
espíritu del cordero, con la actitud del siervo, con la voluntad del hombre de
paz y con la donación de la persona que ama y espera. Con tal instrucción de
Jesús basada en las palabras y el acto simbólico, podemos hoy comprender, que
los valores del Reino que Jesús anuncia no pueden reducirse al saberlos, ya que
los valores mismos, no son para saberlos, sino para ponerlos en práctica.
Echamos una mirada al pasado de Honduras, que ha recibido la Biblia desde hace
mucho tiempo, y las condiciones de justicia y solidaridad están todavía en
pañales, podemos hoy de nuevo entrar a un anuncio renovado del Evangelio, para
que esa fuerza que emana de la fuerza de su Espíritu, hagamos posible que esos
valores calen en las estructuras y en el corazón de quienes estamos llamados a
ponerlas en píe. La celebración de la Biblia, no puede reducirse a un elemento
devocional, pensando que por tenerla en casa ya estamos bendecidos. La Biblia
es palabra que genera vida verdadera cuando su mensaje, se lee, se medita, se
ora y se contempla, para llevarla a la práctica. Sólo así ella cambiará
Honduras.
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