Mensaje P. Tony Salinas

jueves, 13 de junio de 2013
Al Encuentro de la Palabra…en el Año de la Fe
“Iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo…” (Lc 7-36-8,3 – XI Domingo del tiempo Ordinario).

            Queridos amigos y amigas, retomado el tiempo ordinario, es bueno refrescarnos el sentido de la obra de Lucas (Evangelio-Hechos de los apóstoles), que presenta la obra a través de una historia a través de un camino profético y salvador, programado y dirigido por Dios Padre. El concepto camino y Jesús caminante es una característica propia de este evangelista. Juan es presentado como el que prepara y allana los “caminos del Señor” (Lc 3,4s). El “camino del Señor”, pues, es el centro de su obra. María modelo del creyente, se puso en camino con prisa (1,39). Jesús crea el camino de Dios (20,21), de la paz (1,79), de la vida (Hch 2,28). Es un camino que abre él mismo con su vida, recorriéndolo personalmente en su ministerio (4,30.32), etc. Hoy lo vemos “caminando de ciudad en ciudad, y de pueblo en pueblo”. Y en su caminar, Jesús va ofreciendo su vida, que es perdón y vida. Lucas, cantor de la misericordia de Dios, es el que muestra la fuerza de esta acción. El pasaje de la pecadora arrepentida es, en efecto, una luminosa celebración del perdón ofrecido por Jesús a quien sabe amar, terminando así con su pasado de miseria interior. Pero, en el otro lado se levanta el fariseo que ha invitado a cenar a Jesús y que representa el perfeccionamiento hipócrita, firme sobre una rígida justicia. Esta dos actitudes hace verdadera la frase de Pascal: Hay dos tipos de hombres: los unos justos, que se creen pecadores, y los otros pecadores, que se creen justos.
            Jesús tiene, entonces, que afrontar precisamente este caso, parecido al de David orgulloso. Es el caso de quien se cree sano, pero que en realidad está enfermo; justo y, en cambio, pecador; vidente y, en cambio, ciego. Y Jesús lo hace según su estilo, usando un lenguaje concreto de los acontecimientos cotidianos. Recurre, así, a una parábola, estructurada sobre dos deudores: el primero es el símbolo de la mujer que tiene conciencia viva del gran remisión-perdón recibido y por tanto está llena de agradecimiento; el segundo, es el fariseo que, convencido de la superioridad de sus méritos respecto de sus pecados, se atiene a una formal y fría gratitud respecto de Dios. Jesús, con su claridad interior, le revela brutalmente la insensibilidad de su conciencia, aguda en el juzgar y en el condenar a los demás, incapaz de intuir su propia miseria. Por eso le invitará a tener la necesidad de pedir perdón y a ensanchar los confines del corazón. Al respecto, el escritor francés F. Mauriac declaraba justamente que “entre el Cordero de Dios y la miseria humana no existe abismo que la misericordia no pueda colmar”.
            Dios es perdón y se revela perdonando; si no fuera así, los hombres dejarían pronto de existir. Si Dios nos tratara como deberíamos ser tratados, en verdad, ya habríamos dejado de existir. Tal afirmación, la podemos constatar en el salmo 129/130, conocido como el De profundis, espléndido himno al perdón divino: “Si llevas cuentas de los delitos Señor, quien podrá resistir, pero de ti procede el perdón…”.
            La narración de Lucas, por tanto, no es sólo el canto del arrepentimiento y del perdón, sino también la descripción del camino que lleva a la salvación: ésta nace de un encuentro que debe ser animado por el amor. No basta encontrar a Dios, hay que abrazarlo, besarlo, ungirlo con los perfumes de la propia adhesión, del amor, de la confianza, de la intimidad.


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