Mensaje P. Tony Salinas

lunes, 22 de julio de 2013
Al Encuentro de la Palabra…en el Año de la Fe
“Cuando oréis…” (Lc 11,1-13 – XVII Domingo del Tiempo Ordinario)

            Si el domingo pasado se nos invitó a entrar en la hospitalidad brindada por Jesús a través de la escucha de su Palabra, como lo hizo María la hermana de Marta; hoy con las lecturas de este domingo, estamos llamados a disfrutar esa hospitalidad aprovechando ese espacio para contarle nuestras penas y alegrías a través de la oración, que es el medio por el cual nosotros los creyentes manifestamos los más profundos sentimientos de la fe. Sin ella, no seríamos capaces de expresar adecuadamente la confianza en Dios, ni reconoceríamos que todo nos viene de Él. Pero ¿cuántas veces no sabemos ni cómo orar? Aprendamos de la lección de Jesús e interioricemos el Padrenuestro. Pues bien, todos los modelos de oración del Antiguo Testamento – como el ejemplo hoy de Abrahán (Gn 18,20-32) – quedan sublimados por el que nos dejó Cristo en esta oración que enseñó a sus discípulos. Si nos fijamos bien, las peticiones del Padrenuestro, se mueven todas en un horizonte escatológico. Se anhela la llegada de un reino futuro, que, sin embargo, ya ha empezado y que hay que tratar de anticipar realizándolo. La insistencia en la petición será la mejor prueba de una voluntad decidida de llevarlo a cabo. Es más, la actitud de petición creará la conciencia de limitación y de apertura a la acción de Dios en nosotros.
            Esta oración modelo, se abre por parte de Jesús llamando a Dios “Padre”, que es ciertamente la traducción del original arameo usado por Jesús, Abbá, “querido padre, papá”. En esta palabra de grande intimidad los estudiosos se inclinan a escuchar la misma voz de Jesús que ha escogido atrevidamente un término familiar e inmediato para dirigirse a Dios. De manera hermosa y aterrizada, Lucas define al “Padre” a través de un vivo comentario en imágenes de Jesús en dos pequeñas escenas. La primera es la del vecino importuno que durante la noche se pega a la puerta tocando con insistencia para obtener lo que necesita.
Ésta es una lección importante sobre la constancia, sobre la fidelidad y sobre la perseverancia en la oración. Orar es, en efecto, como luchar en el misterio. Pablo invita a los cristianos de Roma a “luchar con él en la oración” (Rm 15,30), como había hecho Jacob con el misterioso personaje divino cerca de las orillas espumeantes del río Jabbok en una oscura noche. La otra pequeña escena se refiere a ese diálogo (pescado, serpiente, huevo, escorpión) entre un padre y su hijo. De él emerge la confianza total que el orante debe tener respecto de Dios Padre. Dios no es un extraño indiferente o peligroso; con Él uno se puede comportar con audacia, la libertad y la serenidad con que se dirige a una persona amada abandonando temores, pactos, dudas.
            Quien entra pues en la hospitalidad ofrecida por el mismo Jesús, comprende que su Padre, en nuestro Padre. Caen las distancias, el diálogo adquiere una sorprendente intimidad, incluso porque es el mismo Hijo de Dios el que nos revela esta nueva posibilidad de comunicación directa y espontánea. Y dentro de esta relación, aparece la “constancia” en hablar con Dios. La oración no es una emoción, no es un resplandor, una experiencia ligada a la necesidad; es, en cambio, una respiración continua del alma que no se apaga ni siquiera durante la noche. Y lo más trascendente que se nos revela hoy con este Evangelio, es la eficacia de la oración: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, toquen y se les abrirá”. Pero una eficacia que no corresponde a los cánones de nuestra espera, a los proyectos de nuestra mente, sino a los de Dios, “porque mis pensamientos no son sus pensamientos, sus caminos no son mis caminos, dice el Señor” (Is 55,8).


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