Mensaje P. Tony Salinas

martes, 17 de septiembre de 2013
Al Encuentro de la Palabra…en el Año de la Fe
“Se murió el rico y lo enterraron…” (Lc 16,19-131 – XXVI Domingo del Tiempo Ordinario)

            Amigos y amigas, es duro el Evangelio cuando habla de la suerte del rico y del pobre. Éste deja claramente advertido, que el rico para escapar del camino que le lleva a la perdición, tiene que creer y convertirse ante la Palabra de Dios. A veces, la mesa llena, el vestido de púrpura y los muchos dividendos impiden la conversión. La riqueza puede hacerles pensar en que son los demasiado fuertes para confiar en el Otro, es decir, en Dios y quedar cegados ante la evidente situación que viven los pobres. Imaginémonos en el hombre rico de la parábola de hoy, lleno de ínfulas y poder, que se encuentra ante el drama de su muerte, allí cuando todo se desvanece. Y al miserable Lázaro, el único personaje de las parábolas de Jesús que lleva un nombre, el significado de este nombre en hebreo es emblemático: “Dios ayuda”. Pues bien, entre estos dos personajes de la parábola, Lucas nos invita, común de su estilo, a buscar los extremos de la extravagancia de los detalles, vemos, en el rico que “vestía de púrpura y de lino” y Lázaro “echado en su portal, cubierto de llagas”; el rico, “banqueteaba espléndidamente cada día” y al méndigo, “con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”. La escandalosa situación de desigualdad no puede ser querida por Dios. De allí que Jesús mismo, nos introduzca al otro tema, la retribución final para todos. El v.25 lo asegura así: “Recuerda hijo, que tú recibiste tus bienes durante la vida y Lázaro, por el contrario, males; ahora él encuentra aquí consuelo, y tú en cambio tormentos”. La parábola se transforma, pues, en un llamado de esperanza para los pobres de la tierra, de quienes Dios mismo en persona se  hará, su recompensa y consuelo.
            Finalmente aparece un último tema de capital importancia que cierra la narración misma de la parábola, se trata de la súplica del rico, que situado en el horror del tormento intercede por sus hermanos, solicitando al padre Abrahán un milagro inmediato y fácil: “Te ruego que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. La respuesta de Abrahán es categórica: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Las palabras de Abrahán son lapidarias: para una verdadera conversión y para una fe genuina no sirven los signos ni las apariencias, sino únicamente una decisión activa y personal respecto de la Palabra de Dios, expresada a través de Moisés y los profetas, o sea a través de la Biblia. En conclusión, ya tenemos la Palabra de Dios, que sobra y basta para la conversión de cada uno de nosotros, claro que el que tiene la conciencia ofuscada por el egoísmo, el corazón seducido por la riqueza, por los bienes terrenales, será siempre sordo a la llamada que desde la Palabra se da a todos los corazones. Tal es la cerrazón a la Palabra que convierte, que aunque “resucite un muerto” cambiarán su mala conducta.
            Con la celebración de este Año de la fe, podemos entonces, volver  a un amor por los pobres, a la esperanza en la justicia de Dios, en la confianza respecto de su Palabra. Pero sobre todo volvamos a la vocación cristiana, al desapego, a la pobreza, a la generosidad, a la donación de la propia vida, una exigencia que Lucas no se cansa de repetirnos a lo largo de todo su evangelio. La vía de la justicia y del amor debe ser elección sin dudas ni negociaciones. Es la única que garantiza la entrada en el “seno de Abrahán”. ¡Y, allí sin duda todos queremos llegar!

            

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