Mensaje P. Tony Salinas
miércoles, 16 de mayo de 2012
III Domingo de Pascua: “Entonces les abrió la inteligencia…” (Lc 24, 35-48)
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Uno de los puntos esenciales que
nosotros tocamos ante el misterio de la resurrección, es llegar a la compresión
plena de la misma. Cristo resucitado, el Señor vencedor de la muerte, nos
supera en los límites de lo que humanamente podemos comprender. Ya que su
resurrección le hace entrar en un nuevo horizonte, el divino y glorioso, que
supera nuestros sentidos y nuestra historia, hasta llegar a trascenderlos. No
por nada los evangelistas subrayan no sólo el estupor de los discípulos, no
solo su incertidumbre (“Ya que creían ver un fantasma), sino también su
absoluta incapacidad de reconocerlo: pensemos en María Magdalena que confunde a
Cristo con el jardinero del huerto cementerial de Jerusalén o en los discípulos
de Emaús, que por todo el camino no supieron que era él. Pero, por otra parte,
no hay que olvidar, que el Resucitado, es el mismo Jesús de Nazaret, que
recorrió los caminos de la Palestina y que muchos le conocieron. El Evangelio
de Lucas de hoy nos ayuda a poner delante de una inteligencia, la continuidad
entre el Jesús histórico y el Cristo resucitado.
Este evangelio de hoy, es crucial en
el recorrido de nuestras celebraciones pascuales. Y digo esto, porque hace un
énfasis en el cuerpo del resucitado: mirar, manos, pies, tocar, carne, huesos,
ver, mostrar, comer, pescado asado, tomar, etc. Y es que a través el signo del
cuerpo que en el mundo oriental, a más de ser indicio físico y material,
también es la expresión de la persona misma, en su totalidad, en su manera
plena de comunicarse. Se ahí entonces, que Pedro diga al centurión Cornelio: “Nosotros hemos comido y bebido con Él
después de su resurrección de entre los muertos” (Hch 10,41). Cristo
resucitado, es el mismo Jesús de Nazaret, sin ninguna equivocación, el mismo
que pasó haciendo el bien entre nosotros. El cristianismo está todo entrelazado
entre lo divino y lo humano, entre el misterio, los sentidos y la mente, entre
el Espíritu Santo y el cuerpo, entre la resurrección y la muerte. Ha esto debe
encaminarse nuestra inteligencia, no basta proclamar que “ha resucitado”,
debemos dar un paso más allá, de la mera formulación de fe.
Si nuestra inteligencia llega
entonces a esta plena comprensión, podemos evitar la tentación de encerrarnos
en el capullo de una religiosidad del templo, de la liturgia, de una fe
intimista. La unidad entre el Jesús histórico y el Cristo vencedor de la
muerte, nos dice desde ya, que este misterio entrado en nuestra realidad, es
tiempo y eternidad, es gloria y vida terrena, es muerte y resurrección. Él nos
hace, tener la mirada puesta en el cielo, pero los pies bien plantados en la
tierra. Nuestro meta es el cielo, pero siendo ciudadanos de este mundo estamos
llamados a trabajar incansablemente por su Reino, hasta el día en que nos
presentemos a su presencia.
Un segundo elemento no puede quedar
de lejos, en el Evangelio de este domingo. Cristo Jesús, aparece como el
principal intérprete de la Palabra de Dios. El como a los discípulos de Emaús,
nos explica las Escrituras y nos abre al entendimiento de lo que se refiere a
Él. Toda la Biblia es necesaria para comprender a Cristo y su mensaje, como el
mismo Jesús nos lo repite hoy. San Gregorio Magno afirmaba que le diálogo que
Dios ha entablado con el hombre tiene tantos ritmos de los cuales el último y
decisivo es el de Cristo: pero, sin los anteriores, sin el último, resultan
titubeantes. He aquí la necesidad de la unidad profunda que debe guiar nuestro
conocimiento integral de la Escrituras. Basta de cristianos, que conocen las
Sagradas Escrituras a medias o de manera superficial, hay que llegar a
adueñarnos de ella, porque con ella podemos “romper la roca” (Jr 23,29).
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